Cuando el comercial nos detiene por la calle para mostrarnos el último producto de su compañía o cuando se acerca el momento de ejercer nuestro derecho como
ciudadanos; tanto en las relaciones personales como en el ámbito del trabajo; al tropezar con un espejito que nos devuelve la imagen que nos agrada ver. De una forma o de otra, constantemente estamos siendo utilizados, pero algunas veces el vacío que queda cuando
descubrimos que fuimos simples objetos de usar y tirar nos empuja a inventar
una nueva versión de nosotros mismos.
Más de una vez habremos sonreído al escuchar la famosa cita
de Groucho Marx que decía “Estos son mis principios, si no le gustan, tengo
otros”. Y seguramente hayamos conocido personas de nuestro entorno o reconocido
personajes públicos cuyo leitmotiv no contemple otro argumento.
“Da igual, allá ellos”, murmuraremos. Allá ellos, sí, pero siempre
y cuando en el mapa de sus principios
no haya trazado un camino que atraviese sin permiso por medio de tus propiedades. Será
entonces cuando nos sentiremos utilizados al descubrir que fuimos peones de planes ajenos, y
no sabremos distinguir lo que somos por nosotros mismos de lo que somos por el
capricho de otros. Será entonces cuando irrumpiremos en el mundo
de las dudas sin haber sido invitados a la fiesta.
Forzando el equilibrio para no pisar la realidad, caminaremos
por unos raíles para los que nuestros pies nunca fueron hábiles, pensando que fuimos
diferentes, que algo nos hacía distintos al resto, que siempre fuimos elegidos
porque nuestra mirada desprendía destellos que no se desprendían de la mirada del
resto de viajeros.
Y con miedo a parpadear, nos adentraremos en un túnel de
reflexión confiando en que el paisaje que nos acompañaba al entrar no se apagará
de nuestra memoria al salir y seremos capaces de mantenerlo encendido. Aunque
siempre se nos olvida que a nuestros ojos les cuesta acostumbrarse a la falta
de oscuridad.
Y cuando la luz vuelva a dominar la ventana, el paisaje se
tornará en sueño de vago recuerdo, en ilusión cuya esperanza de vida no podrá sostenerse en pie poco más que los primeros pasos del día, para descarrilar
sin remedio en esa la realidad donde se amontonan los amasijos de unas certezas que
jamás imaginaron ser precisamente eso, amasijos.
En alguna parcela de nuestra desconfianza tendremos que reconstruir esa realidad, y levantar desde la nada aquello que derribamos cuando
descubrimos que no había sido fruto de nuestro esfuerzo. Y deberíamos saber
hacerlo, porque el ser humano no ha hecho otra cosa desde que curiosamente se atribuye a sí mismo el estatus de civilización. El ser humano debería saber hacerlo, porque después de cada guerra siempre
pone el máximo empeño para reconstruir todo aquello que poco antes destruía sin tregua.
En esa labor no nos corresponderá estar acompañados. Con la
espalda dolorida de tanto peso y la mirada fijada en el suelo resistiendo la tortura, veremos el tintinear de pisadas de pétalos azules, que nos harán sonreír
y sentir mejor, y hasta despertar a la imaginación de su letargo, pero no nos permitirán rebelarnos porque sabemos que en esta labor no nos corresponderá estar acompañados.
Nuestros sentidos, esta vez, no podrán ser aliados. En un mundo de retos estériles, salir victorioso de éste significará conseguir la más generosa de las recompensas.
No hay mejor escenario para ver la luz que la oscuridad. Así
lo hizo un Monet prácticamente ciego cuando dedicó los últimos años de su vida
a pintar la serie de “Los Nenúfares”, cada vez más abstractos y menos
reconocibles a juicio de muchos entendidos, pero unánimemente catalogados como una
serie cumbre y símbolo impresionista.
No hay mejor auditorio para escuchar la alegría que el
silencio. Así lo hizo un Beethoven completamente sordo cuando compuso su
novena sinfonía, cuyo extracto más conocido es la “Oda a la alegría”, una pieza a la que no se le puede hacer mejor homenaje que sencillamente ser escuchada.
Y nuestra voz, a fin de cuentas, será una de las pertenencias que tendremos que salvar, en todo momento, del pecado de usar y tirar.