domingo, 13 de noviembre de 2016

Tenerte, media


La primera vez que te tuve cerca ni siquiera te pude mirar a los ojos. Te volví la espalda y te pensé, pero no te quise imaginar. Te sentí, pero no te quise desear. Te rocé, pero no te quise acariciar. Me convencí de que tus ojos estaban hechos para que otros ojos, acaso más jóvenes, te surcaran con la frescura que se le presume a la juventud, y te abandoné de camino a mi casa justo cuando el dolor que mi cuerpo soportaba era más intenso que la dicha de idealizar en mi retina la gloria de alcanzarte. 

Pensé que serías como uno de esos sueños que por la noche se sueñan y por la mañana sólo dejan un borroso recuerdo en la mente, insuficiente para que en otro crepúsculo una chispa de memoria prenda de nuevo el fuego que ardió en una noche mejor. Creí que serías como uno de esos sueños que una vez que se sueñan, nunca más se retoman. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y te dejé relegada, porque me sentía complacido pensando que tus ojos estaban hechos para que otros ojos, seguro más jóvenes, te surcaran con la frescura que se le presume a la juventud, y te arrinconé en el lugar en el que las cajas cerradas se apilan sin hacer ruido, y también sin hacer daño. Porque a pesar de que dejaras varias huellas en mi piel, nunca me llegaste a hacer daño.

Una vez por semana te volvía a rondar, y aunque ya me atrevía a mirarte a los ojos, el tenerte arrinconada en el lugar donde las cajas cerradas no hacían ruido, y tampoco hacían daño, me daba la firmeza para conseguir apartarte de mis ideas justo después de haber entrado por la puerta de mi casa. Creí que serías indulgente y te conformarías con estar allí, confinada en el lugar en el que las cajas cerradas se apilan no haciendo ningún ruido, y mucho menos haciendo daño. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y te subestimé, porque hubo momentos en que me distanciaba y tardaba más en encontrar el camino de vuelta, bien por sentirme más fuerte y querer llegar más lejos, bien porque mis propios descuidos hacían que pisara por calles por las que nunca había pisado. En esos momentos aprovechabas y te comportabas como una niña traviesa, y tirabas todas las cajas que se apilaban en tu rincón otrora silencioso. La suerte hizo que ninguna de ellas se abriera para desvelar el contenido que igual ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender.

Un día algo zarandeó mi brújula, y lo que empezó con un paseo desorientado, terminó con un norte perdido, deambulando más tiempo de la cuenta por unas calles por las que nunca imaginé que acabaría pisando. No muy lejos del lugar donde alguna vez me atreví a mirar a tus ojos, me encontré. Allí me creí que tus ojos también estaban hechos para que otros, quizás no tan jóvenes, te surcaran con la paciencia que se le presume a la virtud de tener experiencia. E ingenuamente creí que al regresar a casa ya habrías vuelto al rincón donde te había relegado, seguramente con las cajas derramadas, pero aún cerradas y todavía en silencio. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y te dejé preguntar, porque pensé que preguntando tú, se saciaría tu curiosidad. Porque pensé que respondiendo yo, se orientaría de nuevo mi norte. Me preguntaste si podías abrir una caja. Primero te dije que sí, luego cambié de opinión, y creaste en mí la paradoja de tratar de explicar lo que ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender. Y por eso decidí surcar tus ojos dejándome guiar por lo que descubrieran los míos, para encontrar la respuesta mientras idealizaba en mi retina la gloria de alcanzarte.

El viaje preparando ese momento es lo más extraordinario que poseo. Fue el viaje en el que te quise sacar de tu rincón silencioso y convertirte en algo real mientras la música devoraba el tiempo que nos quedaba. Yo mirando a tus ojos pude conocer más de ti. Tú mirando a mis ojos pudiste conocer más de mí. El viaje deshojando ese momento es lo más hermoso que recuerdo. Fue el viaje en que te imaginé cuando empecé a pensarte. Te deseé cuando empecé a sentirte. Te acaricié cuando empecé a rozarte. Y cuanto más se acercaba ese momento, más creí que iba a encontrar la respuesta. Pero me equivoqué.

Me equivoqué y vi cómo inundabas mi camino antes de que ese momento acabara y zarpara definitivamente para así convertirse en un borroso recuerdo en la mente. La lluvia no se achicaba con la distancia e hizo crecer una humedad que nunca podrá arrancarse de mis huesos. Cuanto más se acercaba el instante de saborear la gloria de alcanzarte, más comencé a echarte de menos, aún teniéndote frente a mis ojos, aún conservando entre mis manos algo de tiempo antes de tener que despedirme de ti. El tenerte una vez, media, lo inundó todo, y me hizo olvidar lo demás, incluso lo de explicar lo que ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender.

Y a pesar de que todavía hoy sigo sin encontrar la respuesta, no me importará encontrarte cerca otra vez, y soñarte de noche. No me importará equivocarme otra vez, y olvidarte de día. Porque sólo mi cobardía, tu distancia o nuestro Dios podrán evitar que pretenda tenerte de nuevo. Tenerte, esta vez, entera.



domingo, 11 de septiembre de 2016

A contraluz


Volaba con las alas orientadas al Oeste. El peso del olvido las hizo descender por el valle del río cuyo cauce no se puede desandar sin pagar un alto peaje. Emprender el viaje de vuelta, rumbo al Este, debía comenzar dejando despegar de nuevo a los recuerdos.

Apenas iniciada la marcha, de frente hubo una montaña de decisiones que tendría que subir meditando. Y meditando transcurrió la noche, hasta que el tiempo se detuvo en la cumbre y desde allí el momento se dejó sentir de una manera diferente.

Porque la última zancada fue diferente. Había subido la ladera con tanto ímpetu que cuando sus piernas colmaron la cima, la inercia le habría hecho rodar hacia el otro lado de no ser por la mano que le tendió el hilo que confeccionaba sus pensamientos. Por una vez la carga que el hilo llevaba amarrada al otro extremo, y que siempre pretendía tirar hacia el lado contrario, le ayudó a encontrar el equilibrio en el lugar más alto desde el que su vértigo había jugado.

El hilo que confeccionaba sus pensamientos era el que la razón había hilvanado para zurcir un vestido que se ajustaba a su figura con la holgura que la conciencia necesitaba. Discretamente ancho, para que pensara que el cuerpo era libre sin estar desnudo. Veladamente estrecho, para que ese secreto que no quisiera ser descubierto encontrara un escondite tranquilo entre piel propia y tela ajena.

Era el hilo que la sinrazón había enredado al liar la madeja de la locura. Indescifrable si la miraba con la prudencia que en rara ocasión se atreve a tirar de una de las puntas. Pero cristalina para la mirada valiente e ingenua que persigue la verdad y se adentra en el laberinto aún sin saber si tiene una salida.

Era el hilo que el corazón había cortado y remendado, que el corazón había estirado y aflojado, que el corazón había rematado y vuelto a deshilachar para que cada vez que se mirara a contraluz se supiera que había costuras que no cerraron como tenían que haber cerrado.

La última mirada también fue diferente. Sus ojos notaron que la sombría rutina había bebido las gotas postreras de su cantimplora. La oscuridad que le había acompañado en el incierto camino se quería agrietar y así dejar escapar el resplandor que el telón que gobierna el horizonte no podría contener más, para derretir de un sólo destello las promesas que la noche le había concedido momentáneamente.

El telón que gobierna el horizonte era el que separaba a su mejor obra, aquella que silenciosamente escribió cuando los lobos aullaban más fuerte y ensayaba en voz baja por detrás de sus párpados, del escenario asediado por el público que todo lo oye y todo lo ve de manera inmisericorde.

Era el telón que servía de abrigo a la nueva vida que sólo amparaba y daba calor entre sus fantasías, y que después abandonaba, desvestida y malograda, porque su egoísmo no conocía las condenas que la ambición dictaba.

Era el telón que ondulaba sensualmente sus hechuras cuando sus ilusiones silbaban, cantaban y reían desde el balcón donde sabían que nadie las escucharía. El mismo telón que endurecía su cintura, recta e inexpresiva, cuando les suplicaba que bajaran y hablaran en voz alta en el momento que alguien necesitaba que se hiciesen realidad.

Mas el último suspiro de espera fue indeleblemente diferente. Espera con el cuerpo preso por el hilo que confeccionaba sus pensamientos, que en el ocaso de la noche la memoria rasgaba en vanos intentos por recordar de dónde venían los sueños.

Espera, hasta que el hilo no pudo más y quebró su voluntad arrojando el cuerpo por la ladera opuesta que le había conducido hacia la cima, para bajar tan rápido como rápido subió el telón que gobierna el horizonte.

Y se liberó el amanecer, y con él todas las verdades con las que se tendría que cruzar y mirar a contraluz. Incluso aquellas cuyas platónicas proyecciones los prisioneros sólo habían visto impregnadas en aquella platónica pared.

A contraluz la razón se despoja de su sencilla ropa y se pasea desnuda ante unos ojos que sólo pueden distinguir su figura e imaginar sus encantos. Ni siquiera los secretos que se ocultaban tras su vestido tienen sombra, porque con la joven luz del amanecer a su espalda sólo son objetos que aún no han aprendido a hablar y sienten cómo su imagen es engullida por otra sombra todavía más hambrienta.

A contraluz la sinrazón es la niña repeinada que confunde al entendimiento haciéndole creer que no ha hecho una travesura. Cintas con mil vueltas y nudos imposibles se muestran como lazos atusados que sujetan el cabello de la niña adorable que pareciera llorar por capricho, pero ocultan las frustraciones que, bajo la sombra de la luz de media mañana, son la prueba de una batalla ganada contra la osadía.

Pero a contraluz el corazón conserva su forma. Igual da cómo la luz le incida, porque no cejará jamás de ser fiel a sí mismo. Su pardo color en la temprana alba irá tornándose más vivo, quizás por la gracia del sol que avanza sin descanso o quizás por deseos más cercanos que a fuerza de latidos teñirán poco a poco de rojo su piel, hasta que llegue al mediodía pletórico del color que nunca debió perder, como nunca perdió su silueta.

A mediodía, con el sol en lo más alto, las figuras carecen de sombra. Y de pasado. Y de futuro. Rumbo al Este, al caer el sol, las figuras al encuentro recobrarán el esplendor y será el momento de volver a leer en sus brillos aquello que ocultaban cuando se las miraba a contraluz.


sábado, 2 de enero de 2016

Latir tras la tormenta

Rayo, rauda luz en felicidad,
trueno, luengo grito de la tristeza,
gris tiembla el latir en la oscuridad
cada vez que se rompe alguna pieza.

Sangra yerto en el filo del cristal
quebrantado en la voz de la paciencia,
oprimido en el miedo universal,
rubor frío envolviendo la existencia.

Tenue penumbra de manto lunar
suelta el nudo arraigado del destino,
lluvia cesante y sosiego de mar
redimen al alba abriendo el camino

hacia el sol que diluye la tormenta
con calor, armonía y marcha lenta