La
primera vez que te tuve cerca ni siquiera te pude mirar a los ojos. Te volví la
espalda y te pensé, pero no te quise imaginar. Te sentí, pero no te quise
desear. Te rocé, pero no te quise acariciar. Me convencí de que tus ojos
estaban hechos para que otros ojos, acaso más jóvenes, te surcaran con la frescura
que se le presume a la juventud, y te abandoné de camino a mi casa justo cuando
el dolor que mi cuerpo soportaba era más intenso que la dicha de idealizar en
mi retina la gloria de alcanzarte.
Pensé
que serías como uno de esos sueños que por la noche se sueñan y por la mañana
sólo dejan un borroso recuerdo en la mente, insuficiente para que en otro
crepúsculo una chispa de memoria prenda de nuevo el fuego que ardió en una
noche mejor. Creí que serías como uno de esos sueños que una vez que se sueñan,
nunca más se retoman. Pero me equivoqué.
Me
equivoqué y te dejé relegada, porque me sentía complacido pensando que tus ojos
estaban hechos para que otros ojos, seguro más jóvenes, te surcaran con la frescura
que se le presume a la juventud, y te arrinconé en el lugar en el que las cajas
cerradas se apilan sin hacer ruido, y también sin hacer daño. Porque a pesar de
que dejaras varias huellas en mi piel, nunca me llegaste a hacer daño.
Una vez
por semana te volvía a rondar, y aunque ya me atrevía a mirarte a los ojos, el tenerte arrinconada en el lugar donde las cajas cerradas no hacían ruido, y
tampoco hacían daño, me daba la firmeza para conseguir apartarte de mis ideas
justo después de haber entrado por la puerta de mi casa. Creí que serías
indulgente y te conformarías con estar allí, confinada en el lugar en el que
las cajas cerradas se apilan no haciendo ningún ruido, y mucho menos haciendo
daño. Pero me equivoqué.
Me
equivoqué y te subestimé, porque hubo momentos en que me distanciaba y tardaba
más en encontrar el camino de vuelta, bien por sentirme más fuerte
y querer llegar más lejos, bien porque mis propios descuidos hacían que pisara
por calles por las que nunca había pisado. En esos momentos aprovechabas y te
comportabas como una niña traviesa, y tirabas todas las cajas que se apilaban
en tu rincón otrora silencioso. La suerte hizo que ninguna de ellas se abriera
para desvelar el contenido que igual ni yo mismo hubiera sido capaz de comprender.
Un día
algo zarandeó mi brújula, y lo que empezó con un paseo desorientado, terminó con un norte perdido, deambulando más tiempo de la cuenta por unas calles por
las que nunca imaginé que acabaría pisando. No muy lejos del lugar donde
alguna vez me atreví a mirar a tus ojos, me encontré. Allí me creí que tus ojos
también estaban hechos para que otros, quizás no tan jóvenes, te surcaran con la
paciencia que se le presume a la virtud de tener experiencia. E ingenuamente creí que al
regresar a casa ya habrías vuelto al rincón donde te había relegado, seguramente con
las cajas derramadas, pero aún cerradas y todavía en silencio. Pero me
equivoqué.
Me
equivoqué y te dejé preguntar, porque pensé que preguntando tú, se saciaría tu
curiosidad. Porque pensé que respondiendo yo, se orientaría de nuevo mi norte.
Me preguntaste si podías abrir una caja. Primero te dije que sí, luego cambié
de opinión, y creaste en mí la paradoja de tratar de explicar lo que ni yo
mismo hubiera sido capaz de comprender. Y por eso decidí surcar tus ojos
dejándome guiar por lo que descubrieran los míos, para encontrar la respuesta
mientras idealizaba en mi retina la gloria de alcanzarte.
El viaje
preparando ese momento es lo más extraordinario que poseo. Fue
el viaje en el que te quise sacar de tu rincón silencioso y convertirte en algo
real mientras la música devoraba el tiempo que nos quedaba. Yo mirando a tus ojos pude conocer más de ti. Tú mirando a mis ojos
pudiste conocer más de mí. El viaje deshojando ese momento es lo más hermoso que recuerdo. Fue
el viaje en que te imaginé cuando empecé a pensarte. Te deseé cuando empecé a sentirte. Te acaricié cuando empecé a rozarte. Y cuanto más se
acercaba ese momento, más
creí que iba a encontrar la respuesta. Pero me equivoqué.
Me
equivoqué y vi cómo inundabas mi camino antes de que ese momento acabara y zarpara definitivamente
para así convertirse en un borroso recuerdo en la mente. La lluvia no se
achicaba con la distancia e hizo crecer una humedad que nunca podrá arrancarse de mis
huesos. Cuanto más se acercaba el instante de saborear la gloria de alcanzarte, más comencé a echarte de menos, aún teniéndote frente a mis ojos, aún conservando entre mis manos algo de tiempo antes de tener que despedirme de ti. El tenerte una vez, media,
lo inundó todo, y me hizo olvidar lo demás, incluso lo de explicar lo que ni yo
mismo hubiera sido capaz de comprender.