lunes, 9 de septiembre de 2013

Cuando todo haya terminado

Para resistir las vueltas que improvisa el destino el remedio más eficaz siempre fue clavar la mirada en un punto fijo. Lo difícil es encontrar uno cuando todo se mueve tan deprisa que hasta el viento esculpe una espiral que engulle la luz que solía desfilar a tu alrededor. Pero no hay fuente de energía eterna, ni tormenta que dure toda una noche, por lo que lo mejor podría ser acostarse y que alguien te despierte cuando todo haya terminado.

Los astronautas son criaturas privilegiadas capaces de descubrir el guiño que la Estrella Polar dibuja después de haber girado varias veces alrededor de su propia sombra. Ellos son los que en la gallinita ciega tardaban un instante en tocar con los dedos a la voz más insensata que decía da tres vueltas y lo encontrarás. Son los que salían del Enterprise en el Parque de Atracciones como si lo hicieran de un ascensor, o los que llegan a la salida del Ikea sin desgastar lo más mínimo las suelas de sus zapatos o despilfarrar una buena dosis de su paciencia.

Si a cualquier vulgar criatura nos pusieran a buscar la aguja y el dedal después de haber sido arrastrados por las vueltas que improvisa el destino, nos costaría media eternidad encontrar las voces sin caer al suelo. Y otra media eternidad, si cabe, el acostumbrarnos de nuevo a la luz después de quitarnos el pañuelo, y así dejar de ver sombras donde sólo había destellos o destellos donde sólo había sombras.

Y en medio de tanta vuelta, el verano se lanzó al aire como una lupa con cara y cruz para quedar a merced del sol impenitente.

Unos veranos pasan de puntillas a los ojos de tu diario, y anotas algo, más para asegurarte que no se secó la tinta de la pluma que por el hecho de que sea realmente memorable. Otros, son tsunamis disfrazados de olas de calor que se llevan por delante todo lo que supuestamente estaba bien amarrado a puerto, y dejan el salvavidas tan lejos que sólo te quedan ganas de dormir y esperar que alguien te despierte cuando todo haya terminado.

Veranos que son niños caprichosos que lo quieren todo y lo quieren ya, como si no hubiera un mañana para disfrutar de los juguetes, porque temen que llegue el hombre del saco y se los lleve a ellos o a los juguetes, aunque los unos sin los otros no tengan razón de ser. Son estrellas que quieren ser el centro del universo y conseguir que todos los planetas dancen al ritmo de su son aunque pertenezcan a un sol distinto. Son imanes mórbidos que te dejan exhausto después de intentar sin recompensa separarte de su influencia hasta que finalmente quedas rendido a su atracción.

En el verano emprendiste un camino inexplorado, y antes de ser iniciado sabías que en algún momento lo devolvería todo a su sitio, aunque su sitio pudiera no ser el mismo que ocupaba antes.

Pero te das cuenta que la vida no cambia tanto. Igual que la piel de la tierra cuando se observa con poco tiempo de diferencia. Ese poco tiempo en el que los volcanes extinguidos son incapaces de latir de nuevo. Ese poco tiempo en el que los volcanes con sangre en las venas no paran de arrojarla hacia fuera. Y ese poco tiempo en el que los volcanes que esperaban durmiendo seguirán condenados a su sueño, quizás de manera perpetua.

Después de alguna carrera en la que el corazón galopaba a 170 y te ordenó parar, pasear ahora con un corazón a 70 y no dejarle trotar a más de 150 te hace creer que estás parado y no está pasando nada. Y en realidad lo que pasa es la vida, a su ritmo y a su compás. Pero la vida, más que pasar, sucede. Y quizás lo que te atormenta es presentir y negarte a presenciar cómo el pulso desfallecerá cuando llegue septiembre. Pero siempre podrás dormir y esperar que alguien te despierte cuando haya terminado.

Cuando todo vuelva a su equilibrio, sentarse delante de la ventana podrá parecer una rutina. Y rebuscar entre las fuentes de inspiración será una tarea delirante cuando quieras decir algo y no aparezca delante ningún sendero, ninguna corriente de agua que te lleve río abajo hacia tus conclusiones. Ya estarás demasiado lejos para salirte del camino y adentrarte en lo que sabrías que tiene un principio, pero no sabrías si tiene un final.

Sin embargo te das cuenta que también eres una criatura privilegiada, que por muchas vueltas que haya improvisado el destino siempre podrás señalar dónde queda el Este tras el primer desperezo de la mañana. Y también tienes la suerte de tu parte porque aunque fallaras alguna vez, la máquina de bolos volverá a colocarlos todos juntos para darte de nuevo la oportunidad de hacerle un strike a tus temores.

A su cita siempre llega septiembre, puntual y ajeno a las plegarias que todo el mundo hace para retrasar su venida. Pero en éste nadie te obligará a jugar todas las partidas de bolos. En éste nadie te obligará a arrancarle todas las hojas a su calendario. Esta vez podrás elegir quedarte en la cama y decidir que alguien te despierte cuando septiembre haya terminado.