domingo, 11 de septiembre de 2016

A contraluz


Volaba con las alas orientadas al Oeste. El peso del olvido las hizo descender por el valle del río cuyo cauce no se puede desandar sin pagar un alto peaje. Emprender el viaje de vuelta, rumbo al Este, debía comenzar dejando despegar de nuevo a los recuerdos.

Apenas iniciada la marcha, de frente hubo una montaña de decisiones que tendría que subir meditando. Y meditando transcurrió la noche, hasta que el tiempo se detuvo en la cumbre y desde allí el momento se dejó sentir de una manera diferente.

Porque la última zancada fue diferente. Había subido la ladera con tanto ímpetu que cuando sus piernas colmaron la cima, la inercia le habría hecho rodar hacia el otro lado de no ser por la mano que le tendió el hilo que confeccionaba sus pensamientos. Por una vez la carga que el hilo llevaba amarrada al otro extremo, y que siempre pretendía tirar hacia el lado contrario, le ayudó a encontrar el equilibrio en el lugar más alto desde el que su vértigo había jugado.

El hilo que confeccionaba sus pensamientos era el que la razón había hilvanado para zurcir un vestido que se ajustaba a su figura con la holgura que la conciencia necesitaba. Discretamente ancho, para que pensara que el cuerpo era libre sin estar desnudo. Veladamente estrecho, para que ese secreto que no quisiera ser descubierto encontrara un escondite tranquilo entre piel propia y tela ajena.

Era el hilo que la sinrazón había enredado al liar la madeja de la locura. Indescifrable si la miraba con la prudencia que en rara ocasión se atreve a tirar de una de las puntas. Pero cristalina para la mirada valiente e ingenua que persigue la verdad y se adentra en el laberinto aún sin saber si tiene una salida.

Era el hilo que el corazón había cortado y remendado, que el corazón había estirado y aflojado, que el corazón había rematado y vuelto a deshilachar para que cada vez que se mirara a contraluz se supiera que había costuras que no cerraron como tenían que haber cerrado.

La última mirada también fue diferente. Sus ojos notaron que la sombría rutina había bebido las gotas postreras de su cantimplora. La oscuridad que le había acompañado en el incierto camino se quería agrietar y así dejar escapar el resplandor que el telón que gobierna el horizonte no podría contener más, para derretir de un sólo destello las promesas que la noche le había concedido momentáneamente.

El telón que gobierna el horizonte era el que separaba a su mejor obra, aquella que silenciosamente escribió cuando los lobos aullaban más fuerte y ensayaba en voz baja por detrás de sus párpados, del escenario asediado por el público que todo lo oye y todo lo ve de manera inmisericorde.

Era el telón que servía de abrigo a la nueva vida que sólo amparaba y daba calor entre sus fantasías, y que después abandonaba, desvestida y malograda, porque su egoísmo no conocía las condenas que la ambición dictaba.

Era el telón que ondulaba sensualmente sus hechuras cuando sus ilusiones silbaban, cantaban y reían desde el balcón donde sabían que nadie las escucharía. El mismo telón que endurecía su cintura, recta e inexpresiva, cuando les suplicaba que bajaran y hablaran en voz alta en el momento que alguien necesitaba que se hiciesen realidad.

Mas el último suspiro de espera fue indeleblemente diferente. Espera con el cuerpo preso por el hilo que confeccionaba sus pensamientos, que en el ocaso de la noche la memoria rasgaba en vanos intentos por recordar de dónde venían los sueños.

Espera, hasta que el hilo no pudo más y quebró su voluntad arrojando el cuerpo por la ladera opuesta que le había conducido hacia la cima, para bajar tan rápido como rápido subió el telón que gobierna el horizonte.

Y se liberó el amanecer, y con él todas las verdades con las que se tendría que cruzar y mirar a contraluz. Incluso aquellas cuyas platónicas proyecciones los prisioneros sólo habían visto impregnadas en aquella platónica pared.

A contraluz la razón se despoja de su sencilla ropa y se pasea desnuda ante unos ojos que sólo pueden distinguir su figura e imaginar sus encantos. Ni siquiera los secretos que se ocultaban tras su vestido tienen sombra, porque con la joven luz del amanecer a su espalda sólo son objetos que aún no han aprendido a hablar y sienten cómo su imagen es engullida por otra sombra todavía más hambrienta.

A contraluz la sinrazón es la niña repeinada que confunde al entendimiento haciéndole creer que no ha hecho una travesura. Cintas con mil vueltas y nudos imposibles se muestran como lazos atusados que sujetan el cabello de la niña adorable que pareciera llorar por capricho, pero ocultan las frustraciones que, bajo la sombra de la luz de media mañana, son la prueba de una batalla ganada contra la osadía.

Pero a contraluz el corazón conserva su forma. Igual da cómo la luz le incida, porque no cejará jamás de ser fiel a sí mismo. Su pardo color en la temprana alba irá tornándose más vivo, quizás por la gracia del sol que avanza sin descanso o quizás por deseos más cercanos que a fuerza de latidos teñirán poco a poco de rojo su piel, hasta que llegue al mediodía pletórico del color que nunca debió perder, como nunca perdió su silueta.

A mediodía, con el sol en lo más alto, las figuras carecen de sombra. Y de pasado. Y de futuro. Rumbo al Este, al caer el sol, las figuras al encuentro recobrarán el esplendor y será el momento de volver a leer en sus brillos aquello que ocultaban cuando se las miraba a contraluz.