Es imposible saber si está más cerca el principio, o lo que está más cerca
es el final, pero lo que este extraño mapa dice es que por aquí se encuentra la
mitad del camino, y que como tal, es el lugar más alejado a cualquier otro
lugar.
Cada vuelta a Casa, ésa que se escribe con mayúsculas porque es tan
singular que aún no teniendo ni paredes ni tejado en ella todo permanece, es un
trampolín de emociones, que lanza alegrías y tristezas con la misma intensidad.
Cada visita de Familiares y Amigos, en las que los Familiares son más Amigos
que nunca y los Amigos aún más Familia de lo que siempre han sido, es un cuento
de cenicienta en el que tarde o temprano las doce acaban llegando y devuelven casi todo al estado en que se lo habían encontrado, aunque siempre dejan olvidados un par de
zapatos nuevos que ayudan a seguir recorriendo el camino.
Y mezclando todo esto con la vida que aquí sucede, sale la siguiente historia de contrastes.
Amordazó a las
paredes que la reflexión había levantado. No se arriesgó a mirar de reojo al
lugar donde las palabras se habían apartado. La imagen en el espejo había
emprendido un viaje de ida y vuelta con aires de desafío cuyo billete había
olvidado decir cuándo se llegaba a la mitad del camino.
El orgullo era un
viejo comerciante, y esperó a que el momento oportuno se cocinase y el hambre
dejara de bostezar para ofrecer su mercancía, algo a lo que sería muy difícil
responder con un simple no.
La imagen en el
espejo salió a descifrar los mensajes en esos aires de desafío, llevada por la
corriente que su tenaz inquietud generaba. Se preguntaba desde hacía un tiempo
qué ocurriría si rozaba aquel agua tendida y desnuda de filtro con la punta de
la curiosidad. Quería sorprender a esa piel húmeda, y erizarla con la ternura
que regalan las caricias de la inexperiencia, imaginando el momento de
liberarla del lecho labrado con el paso del tiempo...por el paso del tiempo.
Soñaba con el
instante de hacerla revolotear alrededor las manos, con un rumbo tan atrevido
como incierto, y tan errático como el de la joven golondrina que se aventura a
abandonar el nido por primera vez, sin saber si sus alas ya han aprendido a
sostener el imponderable peso de su instinto.
El
agua artificial que todos los días le empapaba había dejado de ser el placebo
que las ilusiones sin raíz y las verdades sin tapiz habían aprendido a beber
para saciar su sed malacostumbrada. De diluvios, sin sequías que sofocar. Y de
calmas, sin tempestades que aguardar. Malacostumbrada.
Necesitaba
aclarar su rostro con la inocencia de esas gotas tan únicas como
indistinguibles, y tan cristalinas como involuntariamente embusteras. Tan
embusteras que, al mirarlas a través, hacen ver los finales más cerca cuando en
realidad están más lejos...y los comienzos más lejos, cuando en realidad están
más cerca.
Y de esa forma,
se aclaró la mirada. Alisando las pestañas hacia unas mejillas a las que la
razón no alcanzaba a refrescar, ruborizadas por la impaciencia de querer abrir
los ojos con demasiada prisa. La prisa que siempre lleva colgada la emoción a
las espaldas. Todo sin apenas calcular si era demasiada ilusión para un solo
cargamento. Pero de esa forma, se aclaró la mirada.
En sus pupilas
cristalizó la decepción al ver que el agua desnuda de filtro que corría delante
de sus ojos ya enjuagados se negaba a devolver el reflejo prometido, después de
limpiarse el rostro con unas gotas tan únicas como indistinguibles, y tan
cristalinas como involuntariamente embusteras.
La imagen en el
espejo amenazó con dar media vuelta y deshacer el camino. Se amenazó a sí
misma, porque fue demasiada ilusión para un solo cargamento comprobar que no
era el agua desnuda de filtro la que negaba el reflejo. Ella no era. Eran esas
lágrimas postizas que se desprendían de su rostro aclarado con tanta prisa, la
prisa que llevaba colgada la emoción a las espaldas y que hacían caer a esas
lágrimas, postizas lágrimas, justo encima de un espejo que no sabe devolver
miradas cuando las gotas salpican cerca de su cristal.
Aún así, quiso
esperar a que las gotas se cansaran de exclamar círculos en el agua. Quiso
esperar a que el rostro secara a merced de la corriente que su tenaz inquietud
generaba. Quiso esperar a que el espejo dejara de tiritar. Y después, sólo
después, pudo leer en su imagen reflejada el mensaje que anhelaba desde el
principio, sin advertir que los espejos transforman en diestras a las manos
zurdas. Y en zurdas a las manos diestras.
En ese momento,
el orgullo, aquel viejo comerciante, ofreció su mercancía: una dosis de
nostalgia. La que nunca se deja buscar, pero que a veces se deja encontrar. El
viejo comerciante dejó la nostalgia en el umbral de la flaqueza para hacer
tropezar a la imagen en el espejo y dejarla delante del oasis en el mar
cubierto de polvo. Sin preparación y sin aviso. Como si fuera una obra de
teatro representada en medio de la calle. Y ahí, en ese lugar desconocido y
cuidadosamente improvisado le invitó a quedarse para espiar lo que se siente al
echar tantas cosas de menos. Y aprender a disfrutarlo, como si fuera una droga
a la que sería muy difícil responder con un simple no.
En la primera
dosis, sus noches en vela se tiñeron con fugaces vuelos de mariposa que
entraban y salían de los sueños, abanicando las hojas de los recuerdos,
revolviéndolos y tomándolos prestados de sus raíces para hacerlos danzar formando una
espiral de emociones en la que se sentía el centro del universo. Y cuando las
mariposas dejaron de aletear, la noche no quedó ordenada como al principio estaba colocada.
Aunque para entonces ni siquiera la recordaba como un lugar tan conocido, porque la
nostalgia se había encargado de desmontar los escenarios que un día quisieron parecerse a lo que nunca podrían llegar a ser.
En la siguiente
dosis, el tramposo azar escogió cuidadosamente las hojas de los recuerdos que
más deseaba mirar, bien porque le hicieron ser importante, bien porque le
hicieron ser feliz. Y consiguió imitarlos con tanta exactitud que le hizo
pensar que no necesitaría nada más para volver a ser importante, que no
necesitaría nada más para volver a ser feliz. Y cuando las doce terminaron de
sonar, las hojas se le habían escapado de entre las manos, como se escapó el
agua con la que se quiso aclarar el rostro. Aunque para entonces ni siquiera lo
recordaba como una fantasía, porque la nostalgia se había encargado de borrar las huellas de su cordura con la arena del mar cubierto de polvo.
Las dosis se
sucedieron y jugaron con las hojas de los recuerdos como si fueran los naipes en un
solitario en el que no sólo se dejar de ganar, sino que además, nunca se deja
de perder. Y fue en ese momento cuando la imagen en el espejo tuvo que quitar la mordaza a
las paredes que la reflexión había levantado y mirar de frente al lugar donde
las palabras se habían apartado, para emprender el camino de regreso con el síndrome de
abstinencia haciéndole compañía, al tiempo que desenterraba huellas y volvía a montar escenarios.
Síndrome de
abstinencia que es la realidad de la que se alimentaban los recuerdos. Y
también es el sacrificio que le enseñó a comprender que prefería tener frente a
sus ojos a una realidad que cojea de espaldas a su mirada y a la que a veces no
le resulta fácil reconocer, en vez de sentir la pureza de su recuerdo golpeando
silenciosamente la puerta de su memoria. Que prefería contemplar y escuchar,
hablar y abrazar a los protagonistas de los recuerdos, en vez de invitarles por
la noche a representar una obra en el oscuro teatro para cuando ya las
almohadas son las únicas consejeras. Que prefería luchar, y llorar en la
alegría del reencuentro, aunque después tuviera que volver a hacerlo con rabia,
aunque con la ilusión nuevamente arraigada, en la tristeza de la despedida.
Hubo aquí una
historia de contrastes, como los que habría, si se estuviera muy lejos, entre
la lucha contra una droga inmaterial y la adicción a un síndrome de
abstinencia.
Y resultaría
imposible experimentar un mejor síndrome de abstinencia que el de compartir el
tiempo con todo y con todos a los que se echa de menos, si la nostalgia, claro
está, fuera una droga inmaterial.
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